Crónicas de viaje V
 “TREINTA Y SEIS AÑOS, ONCE MESES Y CINCO DIAS”




La llegada a Alijilán fue tan emotiva como rápida. Es posible que el manejo de un carro cero kilómetro a gran velocidad a mi tío Lucho le despertara una región de su psiquis asociada a la trilogía goce-poder-control. Teniendo en cuenta que fue policía, se me ocurre que el asunto corre por ese riel, pues de otro modo no me explico como me llevó volando sin poder disfrutar mejor del paisaje.

Tuvimos que atravesar la montaña por la Cuesta del Totoral, una de las más pequeñas cuestas que tiene la provincia de Catamarca, aunque no menos hermosa para llegar al valle. Saliendo unas decenas de kilómetros de la ciudad la imponencia y la sensación de que un gigante dormido, en cualquier momento, se alza ante ti comienza a penetrarte lentamente y a estimularte una multiplicidad de pensamientos y sentimientos. En los ojos te estalla el lagrimal en leves piedritas y transparentes sin que tu voluntad pueda reaccionar al respecto y simplemente te emocionas. El cuerpo se te vuelve frágil y te reconoces como polvo compartido del Universo. La psiquis, el alma, el numen o el ello, como quiera que sea,  claramente suscita un espiral de ideas y contraideas, preguntas e inconsistentes respuestas, de modo que empieza a conducirte a un camino sin retorno, con la noción de finitud e infinitud hecha trizas y una incompetencia filosófica en la puerta de tus narices. Sólo que en algún momento de lucidez se arrojan todas esas elucubraciones existenciales al costado de la ruta y simplemente te lames de alegría y te sientes afortunado de vivir.

Llegada a la casa. La paz y el verdor, sudado de verano, invade el entorno como una multitud de abejas calladas. La parra tendida de punta a punta explota en racimos adolescentes y el chirrido de la puerta mosquitero irrumpe de vez en vez la quietud de la siesta.

Todo el pueblo la conoce como la enfermera del pueblo de Lavalle, Bañado de Ovanta y Alijilan, Partido de Santa Rosa. Treinta y seis años, once meses y cinco días fue el camino recorrido por la tía abuela Luisa, curando heridas, cociendo apuñalados, trayendo niños al mundo, vacunando…y todo de a pie. A cualquier hora, cualquier día, en cualquier momento golpeaban a su puerta y allí tenia que atender los asuntos de curar. Podía caminar en la madrugada dos o tres kilómetros de a pie para atender un parto, podía presenciar a la hora de la siesta a un par de varones desenvainando el puñal para pelear y luego a la vera de su casa andar cociendo al apuñalado. Desde que llegué, me lo ha contado más de doscientas treinta y seis veces. De aquí hasta el final de mi estadía me lo habrá de contar seiscientas veces más. La abuela Luisa me conecta con lo más profundo de la mujer salvaje.

Quiero señalar la difícil tarea que eligió en un contexto histórico y social adverso para la mujer, muy distinto al que nos toca vivir hoy día a las mujeres. Además de una sociedad patriarcal donde la mujer vivía prácticamente en las sombras hay que resaltar los escasos recursos con los cuales trabajaba y desarrollaba su vida.

De los tantas anécdotas que siempre me contaba,  una de las imágenes más fuertes que me transmitió de sus vivencias la sentí vívida en el cuerpo por la potencia de su relato: Una nítida tarde, en su humilde salita sanitaria del pueblo, pobre de algodones y de penicilina, una máquina con hélices y cola bajó del cielo alzando un polvaderal y espantando al bicherío. El manto de polvo seco la había dejado ciega por unos minutos. Hasta que después de asentarse la tierra, volver los pájaros a sus ramas, y la gran máquina cesar de rugir, se acomodó el vestido, se restregó los ojos y colocó sus anteojos nuevamente sobre su pronunciada nariz. Allí la vio, hermosa y de una potente presencia, como decían las noticias que llegaban de Buenos Aires. Eva Duarte junto al General Perón, se acercaban para estrecharles la mano a ella y al único médico de todo el partido, las dos autoridades de la salita. Traían recursos y voluntad política. “Nunca lo olvidaré”, contaba…

Con todas las dificultades y desventuras, aun así, si uno le pregunta a Luisa sobre su vida,  te dice que fue feliz.  Intuyo que se trata de esa fuerza constitutiva femenina que tenemos las mujeres, que se mantiene intacta y en alerta permanente, en algunas mujeres está dormida, en otras prisionera, en tantas otras olvidada, y en muchas en permanente crecimiento y desarrollo. En el caso de la abuela Luisa quizá sean varias las razones que me hicieron pensar en esa fuerza como motor de su fortaleza, -y no precisamente aquellas que pertenecían al universo simbólico del lugar de la mujer en esa época y en ese contexto-, el contacto permanente con la naturaleza, la vida comunitaria, una cultura despojada de lo artificial y desidentitario de la vida moderna y su amor leal y franco, por nombrar algunas.

 Esa fuerza instintiva era con la cual necesitaba encontrarme, la fuerza instintiva para volver a crear.





Enero de 2010

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