Pequeñas crónicas de viaje II

Pequeñas Crónicas de viaje
“DE CUANDO ME HICE AMIGA DE UN CHANCHO Y DE ESA MISMA AMISTAD ROTA A PEDAZOS”

ii
En la casa de mi abuelo materno se tomaba matecocido con leche y el día comenzaba muy temprano para mi reloj biológico
Había cumplido nueve años en enero y habíamos ido con mis padres y hermanos a pasar parte del verano a la casa de mi abuelo Andrés, que tenia su casa en Alijilán, un pueblo de montaña en la provincia de  Catamarca.
Los primeros días de estancia en la casa había hecho amistad con un chancho, que cada tarde visitaba para convidarle algún alimento extra al que mi abuelo le proveía todos los días.  Le había puesto de nombre Fermín.  Lo visitaba seguido, lo había adoptado de mascota. Varias veces al día pasaba por su corral y  conversaba con él. Me preguntaba en voz alta si el abuelo lo tendría de mascota, o sólo era que le gustaban los chanchos y había decidido tener uno. En fin, le había tomado cariño.  Siempre que lo visitaba, me asomaba al corral de madera que por cierto, me quedaba alto, y al acercarse hacia mí, desparramaba todo el barro a su alrededor. Era un verdadero chiquero, diría mi madre.
Un mediodía soleado, faltando poco para regresar a Buenos Aires, mi abuelo y su hermano, prepararon una mesa bien larga, bajo la parra, en la galería de la casa de Celestino. Una mesa repleta de vasos de diferentes tamaños y colores, servilletas de tela bordadas, ensaladeras de distintos colores, bebidas por doquier, pequeños sifones de soda, y los platos perfectamente acomodados junto a los cubiertos de alpaca. Me recuerdo corriendo por la casa y el griterío de la familia en ocasión de festejo. ¡A comer! – la voz dulce de mi madre, que llamaba a mis hermanos y a mí para que nos acercáramos a la mesa.
Comenzaron a llegar algunos vecinos, el hermano de mi abuelo había sido comisario del pueblo y los pocos habitantes de Alijián lo conocían y admiraban. Entre primos, tíos, padres, madres, hermanos, abuelos, tioabuelos y vecinos,  la mesa rebosaba de conversaciones, risas y vociferaciones a mansalva.
Al momento de sentarme a la mesa, casi todos ya estaban ubicados, lo recuerdo a mi padre cerca, riéndose a mandíbula batiente de las historias de los hombres del pueblo que contaba el tío Celestino, también recuerdo su gracia y su estilo para contarlas, no entendía muy bien de qué se trataban, pero me reía sólo de verle los grandes dientes hacia afuera y del brillo exorbitante de sus ojos negros un tanto achinados.  No faltaron los parientes que circulaban alrededor de la mesa, revisando si faltaba algún aderezo, como orégano , sal, pan o bebidas.

De un momento a otro, entre el tumulto de gente,  veo a mi abuelo abrirse paso desde la parrilla del fondo con una bandeja brillante, ancha y larga, como para trasladar a un humano. La sostenía por encima de su cabeza con un brazo y con el otro, una gran cuchilla en el extremo de su mano, ,. – “Aquí viene lo mejor!” -alzó la voz el tata, todo lo que un hombre sereno y apaciguado como él podía alzar, y apoyó con cierta dificultad la gran bandeja en el centro de la mesa haciendo saltar cubiertos y migas de pan, mientras algunos hacían lugar desplazando platos, servilleteros y botellas hacia los extremos de la mesa. 
Mis ojos se clavaron en la bandeja y todo mi cuerpecito se quedó estático por unos segundos. No podía creer lo que tenía delante de mí. Salí corriendo al tiro, saltando la  banqueta en que estaba sentada,  hacia las afueras de la casa. El aire no me alcanzaba en los pulmones, mis piernas temblaron en la desesperación de la carrera, el viento parecía denso y me quemaba la cara. Deseaba llegar rápido. Casi golpeándome contra las maderas del corral, al llegar, alcé los brazos para asomarme hacia el interior y sólo encontré barro. Sólo el chiquero. La soledad del corral y el olor nauseabundo que dejan los puercos, era lo único que quedaba.  La desolación se me había presentado en carne y hueso.
Volví con la desazón de haber confirmado, lo que pocos minutos antes había sospechado en la mesa  mirando fijo la bandeja. Nunca imaginé que Fermín se transformaría en un almuerzo de agasajo.

Ese mediodía no comí.
                                                                                                             D.  

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